martes, 19 de enero de 2010

HANEKE


Hubo un día en que aquel profesor, adicto al distanciamento brechtiano hasta cuando daba sorbos al café y a diseccionar películas tan violentas como «Bambi» y «Perros de paja» (dos adorables casos de bestialismo cinematográfico), decidió darnos caña y latigazo a golpe de «Funny games». Uno ya sabía de las fechorías de Haneke gracias a «Benny’s video» –brutal perversión que escupe a la cara de quienes compran aparatos a sus hijos para que no den la tabarra–, pero con la nueva ración de mal rollo pronto añadí una muesca en la lista de cosas que no haría jamás ni sometido a presión guantanamera. La primera consistía en no sacrificar cerdos a punta de pistola. La segunda, en no abrirle la puerta al vecino bajo ningún concepto, tampoco cuando me pidiera un par de huevos con sonrisa de burgués hambriento. Curiosamente, el tiempo me dio la razón y al vecino ni agua porque el miedo es libre y el cine, no lo olviden, un espejo de las miserias cotidianas.
Después de aquello, Haneke siguió empecinado en rebanarnos las conciencias con asuntos tan febriles como el de esa pianista tendente al «allegro» sadomasoquista, al «rasch» que diría Beethoven, o aquel otro de un matrimonio que, paralizado por la imagen fija de su casa en formato VHS («Caché»), convertía su rutina en un agónico rebobinar. Tal marcha atrás significa en la filmografía de Haneke esa imposibilidad de deshacer que diría Gómez de la Serna en su emoción destructora, y a eso se refiere el cineasta en «La cinta blanca», obra maestra que ya está aquí para quienes pasen de avatares. Los antecedentes del mal, del nazismo esta vez, se presentan como caldo de cultivo de una sopa atragantada que sólo Haneke es capaz de cocinar. Y que unos cuantos estómagos agradecidos devoramos con nauseabundo placer.