martes, 26 de enero de 2010

Nine. El festín


Tres años antes de comerse un Oscar a la boloñesa por su trabajo en «Dos mujeres», Sophia Loren rodó en Hollywood «Deseo bajo los olmos», claustrofóbico texto de O’Neill que, con aquellos decorados de cartón piedra, exaltaba aún más semejante festín de carne napolitana. A Penélope le pasó lo mismo en su cruzada americana, que al principio era todo escote y al final es todo talento; talento a escote también porque esta vez son todas las que ponen trozo en la tórrida barbacoa de «Nine».
Ciertos críticos sesudos se han hecho de cruces, no sé si tan grandes como las que lucen las actrices del reparto entre un pecho, el otro y la espalda, porque dicen que el filme no es más que un remedo «kitsch» del «Ocho y medio» de Fellini. Ya. Por eso es «Nine» y por eso no engaña a nadie, al menos no a quien esto escribe, que después de verla se quedó con ganas de morder el muslo de Penélope en una pensión de chinche y palangana, dejarse acunar por «mamma» Loren encaramado a su sostén y casarse una y mil veces con Marion Cotillard, la novia de Francia, así que la boda sería en París.
«Nine» es exceso, es Cinecittà cuando allí rodaban genios y no los colegas chuscos de Berlusconi, es Hollywood de cartón piedra y actrices que cantan susurrando como lo hacía Marilyn, sólo que ellas con intención de calzarse al mejor actor del mundo, un Daniel Day-Lewis tan descolocado que no sabe si reír, llorar, pasarse el dedo por la boca a lo Belmondo o sumergirse en esta bacanal de sexo y casi rock and roll. Al final, opta por lo último sin que la alargada sombra de Mastroianni asome ni una sola vez, porque esto no es «Ocho y medio», esto es «Nine», y tanto nos monta Fellini como Penélope montada en unos Louboutin. Por eso, esta vez, que el Oscar se lo dé Sophia Loren. Y que se lo coman a escote.

martes, 19 de enero de 2010

HANEKE


Hubo un día en que aquel profesor, adicto al distanciamento brechtiano hasta cuando daba sorbos al café y a diseccionar películas tan violentas como «Bambi» y «Perros de paja» (dos adorables casos de bestialismo cinematográfico), decidió darnos caña y latigazo a golpe de «Funny games». Uno ya sabía de las fechorías de Haneke gracias a «Benny’s video» –brutal perversión que escupe a la cara de quienes compran aparatos a sus hijos para que no den la tabarra–, pero con la nueva ración de mal rollo pronto añadí una muesca en la lista de cosas que no haría jamás ni sometido a presión guantanamera. La primera consistía en no sacrificar cerdos a punta de pistola. La segunda, en no abrirle la puerta al vecino bajo ningún concepto, tampoco cuando me pidiera un par de huevos con sonrisa de burgués hambriento. Curiosamente, el tiempo me dio la razón y al vecino ni agua porque el miedo es libre y el cine, no lo olviden, un espejo de las miserias cotidianas.
Después de aquello, Haneke siguió empecinado en rebanarnos las conciencias con asuntos tan febriles como el de esa pianista tendente al «allegro» sadomasoquista, al «rasch» que diría Beethoven, o aquel otro de un matrimonio que, paralizado por la imagen fija de su casa en formato VHS («Caché»), convertía su rutina en un agónico rebobinar. Tal marcha atrás significa en la filmografía de Haneke esa imposibilidad de deshacer que diría Gómez de la Serna en su emoción destructora, y a eso se refiere el cineasta en «La cinta blanca», obra maestra que ya está aquí para quienes pasen de avatares. Los antecedentes del mal, del nazismo esta vez, se presentan como caldo de cultivo de una sopa atragantada que sólo Haneke es capaz de cocinar. Y que unos cuantos estómagos agradecidos devoramos con nauseabundo placer.

viernes, 15 de enero de 2010

Ramon(z)ín


Vamos a jugar al juego de las marcas. Consiste en que yo les digo marcas de productos variados, entre medias cuelo una que no lo es y ustedes tienen que adivinar cuál es el topo. Es muy fácil. Ahí va: Coca-Cola, Rolex, BMW, Converse, La Razón, Ramonzín (con «c») y Vodafone. ¿Ya?
Vale; han perdido. Ramonzín (con «c»)sí es una marca, no sabemos si de pollos fritos o de qué, y quien no se haya enterado que se dé una vuelta por el espeluznante mundo de la información porque el asunto es para tal y no echar gota. Ayer, la noticia del día sin contar con las cosas serias consistió en que el artista, cuyo nombre, tanto con «c» como con «z» sortearé a partir de ahora no vaya a ser que me caiga un paquete, avisó a los navegantes de lo caro que puede salirles citar su nombre en vano. Es decir, que cuidado con referirse a él si el motivo para hacerlo no se ciñe a gestas estrictamente profesionales. Tarea difícil por otra parte.
Las opciones tras escuchar tamaña memez se limitan a dos: o pasar de largo porque no hay mejor sordo que el no quiere oír (aquí incluimos determinados géneros musicales) o apuntarse el tanto y entender que todos, en el fondo, somos dueños de nuestro nombre y que éste puede convertirse en rentable filón con un mínimo de astucia. Resulta que, en mis cada vez más frecuentes y onanistas ejercicios de «egosearch» (eso que hacemos todos y que consiste en buscarse en Google), me he topado con «bloggers» que prefieren verme caput, piratas que fusilan artículos publicados en este periódico y dardos sanguinolentos lanzados a go-gó. Eso, sin haber sido jamás un ídolo de masas, sin que nadie me haya coronado rey excepto mi santa madre y sin que litros de alcohol corran por mis venas, mujer. Está claro: la guerra ha comenzado, el Gran Hermano, (ahora sí) somos todos y tonto al que no le citen.

miércoles, 13 de enero de 2010

Larra

En «La vida de Madrid», Larra escribió algo clave, imagino, para que le atribuyeran la paternidad del periodismo moderno. Esto es: «Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír». Luego se pegó un tiro, pero eso todavía no viene a cuento.El bicentenario del nacimiento de Larra es la excusa, siempre los años redondos, para que la Biblioteca Nacional haya montado una exposición colosal sobre el escritor, ése que a todos nos suena por su «Vuelva usted mañana» y que, con 1,60 metros de estatura y 27 años celebrados, una corta vida se mire por donde se mire, revolucionó los entresijos del periodismo patrio. La manera de lograrlo ahora suena sencilla aunque ahora no se haga: escribía lo que le daba la gana y luego se iba al Parnasillo para charlotear y hacer tiempo en lo que los receptores de sus dardos envenenados entraban por la puerta con intención de sacarle a él por la ventana.Como verán está todo inventado, de ahí que más de un guantazo se llevara el pobre aunque en el sueldo le fuera tal riesgo, pues según cuentan cobraba 14.000 euros mensuales al cambio: pastizal suficiente para sufragar un piso coqueto, tres empleados, un coche de caballos que aligerase la cuesta de la Montera –allí antes había corceles en vez de jineteras–, una esposa, tres hijos y alguna que otra amante, porque golfo era un rato. Al final, y ahora sí que viene a cuento, Larra, que era un romántico como casi todos por aquellos días, se suicidó con varias pistolas ya que varias son las que circulan por los caminos de la imaginería popular. Pero aquel tiro no fue sólo por amor, sino porque él siempre quiso ser una estrella del rock. Y lo consiguió, claro.